Hará ahora mismo 190 años que en el pueblo de Arucas se produjo un tremendo malestar entre sus habitantes ante la carestía de los productos de primera necesidad social, con la consiguiente secuela de hambruna generalizada. A tal extremo debió llegar la situación de indigencia que la gente de esta localidad se vio obligada a sustentarse de raíces y mariscos (burgaos y lapas, fundamentalmente) e, incluso, se recurrió nada menos que al consumo de tuneras sancochadas.
La escasez y la miseria generó entre el vecindario una tensión tan incontenible que estalló en el tristemente célebre amotinamiento de la noche del 5 al 6 de mayo del año 1800. En efecto, el descontento generalizado se desencadenó al enterarse los lugareños que en los trigales de la panera del Mayorazgo de Arucas, cuya titularidad recala a la sazón en el Marqués de Teinti, domiciliado en la localidad italiana de Milán, existía gran cantidad de trigo almacenado que no se había destinado a la venta para el consumo popular, en tanto que la población padecía incontables calamidades por la escasez.
En estos años, debido al pésimo estado de los caminos, el
aprovisionamiento exterior todavía no estaba organizado. Por lo tanto, las malas cosechas del año anterior, el acaparamiento fraudulento y el aislamiento de nuestra localidad, configuraban una trinidad nefasta determinante de uno de los eventos más dramáticos de la historia de Arucas.
La Goleta y El Cerrillo a1 frente del amotinamiento popular
A eso de las once de la noche se produjo el levantamiento que movilizó a los vecinos del casco de Arucas y, en especial, a lo moradores de los barrios de La Goleta y El Cerrillo. De acuerdo con el censo que había realizado el cura de la iglesia parroquial de San Juan Bautista, la localidad contaba entonces con unos 3.930 habitantes que vivían en unas 1.230 casas. La mayoría eran peones de la tierra, que se ocupaban de labrar unas doce mil fanegadas de cultivos diversos.
Las demás profesiones tenían escasa relevancia económica y social: sombrereros, zapateros, albañiles, criados del servicio doméstico, carpinteros y herreros que sumaban un total de 89 activos no agrarios.
El motín en cuestión no duró ni dos días y en el transcurso del conflicto no se produjeron más violencias que las desproporcionadas condenas que recayeron sobre los ingenuos dirigentes de la algarada. Para contener el levantamiento espontáneo se unieron las fuerzas del Alcalde Real, Mateo de Matos, el Oficial de Armas, Ignacio de Matos, y el Cura Párroco, José del Toro.
Pese a la carencia de cereales panificables, se daba la curiosa circunstancia de que el granero de Arucas almacenaba una buena cantidad de trigo que había sido adquirido por el Ejército. En un primer momento se pensó que habrían almacenadas como unas 200 fanegas, pero luego se demostró que eran nada menos que 400 las que se custodiaban en el Pósito. Con un engaño de esta dimensión, lógicamente la ira popular se desató enseguida, justificándose en las calamidades de todo tipo, descritas más adelante.
La "bulla" de los amotinados
Para investigar las causas del motín, la Real Audiencia envió a la villa de Arucas al Receptor Fernando Francisco de Quintana quien, entre otras muchas diligencias, se entrevistó con numerosos testigos y protagonistas de tan excepcional evento.
La mayoría de las versiones que dan los informantes al Receptor coinciden a grandes rasgos. Las contradicciones son de tipo anecdótico y de algún que otro matiz sin importancia.
Por su interés, nos llama poderosamente la atención el testimonio que ofreció un vecino, llamado Manuel Almeida, el cual prestó declaración, previa citación comunicada por el Sargento Miguel de Armas, el 7 de mayo de 1800.
Después de jurar por Dios y la Cruz decir toda la verdad, como es ritual en estos casos, relató su versión de los acontecimientos. Dijo primeramente que en la noche del día 5 del corriente mes de mayo, cuando se encontraba en su domicilio, oyó que en el pago de La Goleta sonaban caracolas y se escuchaba una fuerte algarabía. El declarante denominaba con el término de «bulla» el estruendo que hacían los vecinos alzados.
El tal Almeida, que profesaba de soldado en la milicia de Arucas, salió a la calle para acudir a sofocar el levantamiento. Al acercarse al caserío de El Cerrillo y La Goleta advirtió que una muchedumbre de gente, formada por hombres y mujeres, se había sublevado, no pudiéndoles reconocer porque iban todos disfrazados. La multitud continuó su marcha hacia el centro de la villa, haciendo caso omiso de la presencia disuasoria de la milicia local, que contaba con pocos efectivos.
Es por lo que se requiere la intervención del Gobernador de Armas y éste se excusa diciendo que no tenía suficientes tropas para controlar la situación de insurgencia que se vivía en Arucas. El alcalde, viendo que los acontecimientos no hacían sino empeorar, ordenó encarcelar a algunos de los cabecillas de la famélica masa. Pero pronto se vio obligado a liberarlos ante la indignación y las amenazas del populacho.
Ciertamente, la gente enfurecida, en medio de un fuerte griterío, increpó al alcalde por la detención de ciertos amotinados, contra la retención abusiva de los víveres y por su complicidad con los acaparadores de los
codiciados cereales, diciéndole que si no soltaba a los prisioneros «le sucedía mal».
Entre las diversas consignas que coreaban los manifestantes distinguió el testigo las destinadas particularmente al alcalde que decían: «Tenemos hambre, queremos comer». Por lo que aquel, viendo como las cosas se ponían feas, no encontró otra opción mejor que la de permitir que los amotinados se dirigieran hacia la casa del encargado del Mayorazgo y le obligasen a entregar la llave del granero, conviniendo en que al día siguiente se vendería a buen precio el trigo almacenado.
Así concluyó el primer episodio del motín cuando era ya la madrugada, retirándose cada uno pacíficamente a sus respectivas casas.
Los amotinados pagan el trigo
El día 6 de mayo, tal como se había acordado, se empezó el reparto del trigo, que concluyó al anochece. Llama la atención el hecho de que los asublevados, pudiendo aprovechar el desconcierto, el anonimato y la misma manífestación de fuerza para arrebatar los víveres que la extrema necesidad les apremiaba, lo que hicieron realmente fue comprarlos, siguiendo un orden y al precio estipulado en el mercado. Nada de pillajes o de botín. Es más, del grano existente en el almacén del Mayorazgo, sólo se llevaron previo pago lo que se exigía para paliar la carencia alimentaria, respetándose escrupulosamente el monto que habíase vendido al ejército y el que se requería para sembrar en la zafra del año siguiente.
Como podemos ver, se trata de un motín "dentro de un orden", que poco o nada encaja con la mentalidad de hoy día, en que asociamos estos acontecimientos con imágenes atropelladas de abusos, desórdenes e injusticias sin límites.
Pese a la respetuosa actitud de los vecinos alzados, la represión subsiguiente al motin fue desproporcionada, como tendremos ocasión de demostrar. Efectivamente, como consecuencia del proceso que se instruyó, el Oidor Decano de la Real Audiencia de Las Palmas, Francisco Gutiérrez de Vigil, ordenó la prisión de los jefes del tumulto: Gregorio del Manzano, José Marrero Manrique, Antonio Otemin, José Cabrera y José A. Rodríguez (hijo de Patricio el "Pedrero").
Sobre ellos cayeron dilatadas condenas en diversas prisiones. Sin embargo, la peor parte recayó sobre Gregorio Manzano, quien fue condenado por la Real Audiencia a 7 años de encarcelamiento mayor en el penal de Ceuta. Todo ello por el insoportable delito de gritar: "Tenemos hambre, queremos comer".
Texto: Ramón Díaz (Dr. en Geografía Humana)
Pinturas: Santiago Santana
Publicado en abril de 1990 en La Revista de Arucas
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