18 sep 13. Aunque la historia de Canarias, desde la “Rebelión de los Gomeros” o el “Menceyato de Ichasagua”, está llena de motines y alzamientos, las raíces del nacionalismo moderno y del propio Secundino hay que arrancarlas de la Revolución Francesa y una de sus consecuencias en Canarias: el nacimiento de la prensa escrita. No es casual que medio siglo después de aquellos 50 números –hoy desaparecidos- del “Papel hebdomadario” de Viera, se imprime el primer periódico isleño que merece tal nombre, “El Correo de Tenerife” que, aclarando en la cabecera de su primer número que se trata del “PROSPECTO de un papel periódico intitulado EL CORREO DE TENERIFE”, aparece el 25 de agosto de 1808 como órgano de la Junta Central (Junta Suprema de Canarias) que, tras la invasión napoleónica de España, se constituyó en el Cabildo de Tenerife, con representantes de todos los demás Cabildos Insulares excepto el de Gran Canaria. Realmente aparece para defender las posiciones de esta Junta Central en contra de la constituida en Las Palmas como Junta Insular lo que, por supuesto, originó la correspondiente contrapublicación por parte de esta para combatir al Correo, aflorando así la constatación pública del ominoso “pleito insular”. Tampoco es una casualidad que de esa Junta Suprema y de los diputados doceañistas en las Cortes de Cádiz surgieran los primeros intentos serios de independencia, en los que, entre otros, se involucró a Key Muñoz –nacido en 1772 cuando Viera publica el primer tomo de su Historia General- y que causaron la detención de Fernando Llarena Franchy mientras en La Laguna el mahorero Agustín Peraza Bethencourt exhortaba al Cabildo a sublevarse contra la metrópoli. El desarrollo del nacionalismo va fatalmente unido al “pleito insular” y a la lucha por la capitalidad y condicionado por este proceso y eso, desde luego, tampoco es una casualidad.
Hijo de esta etapa inicial, D. Pedro Ramírez funda en 1840 la “Imprenta Isleña”, que pasa a los hermanos Romero en 1857. En ella nace el semanario “La Aurora”, nombre profético de reminiscencias masónicas que marca el alba del romanticismo en Canarias. En los años siguientes, “La Isleña” edita “Le Canarien”; la casi inencontrable obra del P. Espinoza “Origen y milagros de Nª. Sª. de Candelaria”; la Historia de Abreu y Galindo; la de Pedro Agustín del Castillo; la de Viera y la de Fco. Mª. de León; la “Etnografía” de Sabin Berthelot y el poema de Viana, así como el semanario “El Guanche” desde 1858 a 1869 que, a pesar del nombre, portaba una fuerte carga de insularismo tinerfeñista y de españolismo llorón ante “el abandono” en que nos tenía “la madre patria” que ni siquiera dotaba a las islas de telégrafo por lo que las noticias desde España tardaban al menos medio mes en llegar con el barco-correo. En global, y a pesar de la posición ultraconservadora del clero en general con el obispo Urquinaona a la cabeza y los Lectorales de la Catedral de Las Palmas Roca Ponsa y Tomás Fornesa -lejos ya de la etapa renovadora y permisiva de los obispos Tavira y Verdugo con los que termina la etapa de diócesis única de Canarias al crearse la Nivariense de La Laguna- se trata de una eclosión de actividad intelectual, con gran influencia masónica, krausista, positivista y ácrata. Esta etapa creadora tendrá su culminación durante el sexenio revolucionario en España, iniciado en 1868 con la revolución llamada “La Gloriosa” que derroca a Isabel II y termina en 1874 con el golpe de estado del general Pavía y su célebre –aunque apócrifa- entrada a caballo en el Congreso español y la restauración borbónica con Alfonso XII. En esta etapa (1868) en La Palma, los hermanos Fernández Ferraz y Faustino Méndez Cabezola crean el Colegio de Santa Catalina de segunda enseñanza, y al año siguiente en Gran Canaria se crean el “Liceo” y el “Casino Republicano” mientras en Tenerife lo hacen el “Círculo de Amistad” y el “Gabinete Instructivo”, todos ellos piezas importantes en el desarrollo del pensamiento canario.
El impacto en las elites culturales de las islas fue tremendo, pero en realidad solo en las elites ilustradas porque su expansión a las masas populares era casi imposible en una sociedad en la que solo en Santa Cruz de La Palma se alcanzaba el 20% de alfabetización. En la mayoría de las islas la tasa de analfabetismo superaba el 90% y la escolarización infantil no llegaba al 5% en escuelas parroquiales que enseñaban lectura, escritura, catecismo y urbanidad. Incluso aventuras culturales tan interesantes como el intento de Sabin Berthelot y Pierre Aubert de crear en La Orotava en 1824 un centro laico de enseñanza –el Liceo- que enseñaba matemáticas, idiomas, geografía y ciencias naturales, solo logró sobrevivir un par de años por la presiones del obispado en medio de los pleitos interinsulares, más bien interobispales entre La Laguna y Las Palmas por la separación en dos obispados (y sus dineros) de la diócesis de Canaria que se había aprobado desde las Cortes de Cádiz. La Iglesia y la Monarquía consideraban a los estudios laicos como excesivamente “liberales” y, por lo mismo, pecaminosos y peligrosos en potencia aunque, en honor de la verdad, hay que decir que el Seminario Conciliar del obispado de Las Palmas fue, en algunos momentos, la punta de lanza de las enseñanzas de filosofía, sobre todo con algunos heterodoxos como el canónigo Doctoral de la Catedral de Las Palmas Graciliano Afonso, profesor de Filosofía desde 1975 y de Lógica, Metafísica y Física desde 1979, ferozmente perseguido por la Inquisición española por su permanente heterodoxia. Para 1834 en toda Canarias se contaba con 27 escuelas públicas para niños y 6 para niñas y, para todas ellas, con solo 7 maestros titulados. Seis años más tarde, en 1846, el número de escuelas se había aumentado a 37 de niños y 16 de niñas y el de maestros titulados a, nada menos, que 10. De los 95 pueblos con que contaba Canarias en 1847 solo 40 tenían alguna escuela y, como contabiliza D. Fco. María de León en la memoria anual de la Comisión Superior de Instrucción Primaria de la “provincia” canaria en ese año, de sus 214.398 habitantes, solo 2.889 niños recibían enseñanza primaria gratuita, con el caso extremo de la isla de Fuerteventura con 6.384 mahoreros habitándola, donde solamente DOS niños recibían enseñanza gratuita en Puerto Cabras. Casi al tiempo que en Gran Canaria Antonio López Botas funda y dirige el “Colegio de San Agustín” que contó con alumnos tan relevantes como los hermanos Martínez Escobar y con profesores como Graciliano Afonso o el palmero Méndez Cabezola. En 1845 se crea en nuestras islas el primer centro público de enseñanza secundaria, el “Instituto de Canarias” en La Laguna que una visión ahistórica y pacata cambió hace unos años –con mi rotunda oposición y de otros compañeros claustrales- su nombre secular por el de “Canarias- Cabrera Pinto” simplificado hoy vulgarmente el “Cabrera Pinto” o –economía de lenguaje- al “Cabrera”. La primera Escuela Normal de Magisterio, la de Aguere, tuvo que esperar hasta 1849 para su creación y la de Las Palmas aún cuatro años más. Es lógico porque ¿para qué quieren las colonias la enseñanza con el peligro que eso conlleva para la dominación de los pueblos?
Ese movimiento cultural en Canarias, la “Escuela Romántica”, aunque no logró pasar más allá de las elites capaces, aunque solo sea de leer, origina obras de personajes como Manuel de Ossuna Saviñón que publica “Los guanches o la destrucción de las monarquías de Tenerife”, José Plácido Sansón, que canta a Bencomo, Tanausú y Tinguaro como representantes genuinos de la libertad patria, Romero Quevedo, Ignacio Negrín y una larga nómina que se prolonga Hasta la “Escuela Regionalista de La Laguna” con Tabares Barlett, Guillermo y Veremundo Perera, Nicolás y Patricio Estévanez y Elías Zerolo, nacido en Arrecife en 1849 y fundador, en diciembre de 1878, de la “Revista de Canarias” de la que fue redactor jefe el lagunero Francisco María Pinto de la Rosa, catedrático de filosofía del Instituto de Canarias y, como Elías Zerolo, pertenecientes a la logia masónica “Nueva Era nº 93”. La Revista de Canarias fue probablemente una de las aventuras culturales más significativas del XIX canario con las colaboraciones, entre una larga nómina de intelectuales encabezada por los tres hermanos Zerolo (Elías, Antonio y Tomás), de Sabin Berthelot, Bethencourt Afonso –que ya en 1877 había creado en Santa Cruz el “Gabinete Científico de Tenerife”-, Nicolás y Patricio Estévanez, de la Puerta Canseco, Manuel de Ossuna o Teobaldo Power. Este “nacionalismo literario” practicado por la llamada “Escuela de La Laguna” en el último tercio del siglo, va en la línea de un romanticismo que exalta fundamentalmente a la raza guanche, idealizándola y oponiéndola a la mendacidad de los conquistadores, y podemos decir que va a culminar años más tarde durante las Fiestas del Cristo en Aguere (12 de septiembre de 1919) en la “Fiesta de los Menceyes” con todos los mejores poetas del momento, la de las Tradiciones o la de Tinguaro en el Ateneo de La Laguna donde, casi como corolario, se va a crear la primera bandera nacional canaria, la azul con siete estrellas blancas, que se iza en su fachada de la Plaza de la Catedral y que más tarde, se adoptará por el PNC de La Habana.
Paralelamente, en Gran Canaria, de la mano de Gregorio Chil y Naranjo, que había publicado en 1876 sus “Estudios históricos, climatológicos y patológicos de las Islas Canarias”, encabezando a una serie de intelectuales como Diego Ripoche, Grau-Bassas, Juan Padilla, Millares Torres y los hermanos Martínez de Escobar se acomete la empresa de la fundación y desarrollo en 1879 del “Museo Canario” que, al año siguiente, comenzará a publicar su revista quincenal que, con la “Revista de Canarias” y “La Ilustración de Canarias” superaron todas las barreras interinsulares y fueron auténticos pilares intelectuales en la búsqueda de la canariedad y el progreso. Todo ese enorme esfuerzo intelectual volcado en los estudios científicos y el conocimiento antropológico, etnográfico e histórico del mundo aborigen canario y su permanencia es solo la punta del iceberg de una inquietud que trata de resolver el problema de la identidad canaria. Tal vez la más cabal expresión de esta inquietud la encontramos en la frase de Bethencourt Afonso que publicamos en su día en La Sorriba: "La fuerza del atavismo me arrastra. Quisiera verme libre de este ambiente social. Solo, cuidando de cabras como un guanche. Respirando los aires de Guajara: ¡Estoy Harto de mentiras y miseria!". Secundino va a recoger ese sentimiento de “lo guanche” y la recuperación del orgullo patrio frente al conquistador español, parte constituyente y esencial de la “Escuela de La Laguna”, como podemos ver a lo largo de toda su obra y como expresa con claridad en los versos de “Mi Patria”: “Yo que a mi patria venero / yo que venero su historia / desde los Cantos de Homero / ¡Antes que a España prefiero / de mis guanches la memoria!” y, aún más claro, “¡Ay mi guanche! Yo te admiro / cual fanático a su Dios”, pero Secundino dará un paso más, y del lamento, del recuerdo o de la glosa romántica, pasa a propugnar la acción, el combate “y siendo tú, Patria mía / de aquellos bravos la madre / ¿son tus hijos los del día? / Siendo esclavos todavía, / ¿ no hay quién tu yugo taladre?” para terminar con el aplastante “Yo siento la misma saña / contra la invasora España / que abrigó en su pecho el guanche”.
A mi juicio, el gran mérito de Secundino es dotar de contenido político, de objetivo emancipador, a casi un siglo de literatura y sentimiento que comenzó con Graciliano Afonso, filósofo, político y poeta, liberal en política y en ideas, rebelado contra la autoridad papal y contra la monarquía española a la que dedica su soneto “Los Borbones” que finaliza con “El averno abortó a los Borbones / para usurpar al hombre sus derechos / pero, ¡estirpe orgullosa!, no blasones / Esclavizar al mundo con tus hechos, / pero esos hierros que forma y eslabones / puñales son, que pasarán sus pechos” y que, por su apoyo en el Congreso español -del que fue diputado por Canarias en los años de 1822 y 1823 durante el “Trienio Liberal”- a la propuesta de declarar la incapacidad de Fernando VII, fue condenado a muerte cuando la reinstauración del absolutismo borbónico y, para salvar la vida, huyó a Venezuela en 1823 en plena ebullición final emancipadora, donde no solo apoyó la causa independentista, sino que intento lograr el apoyo de Tadeo Monagas para unir la suerte de Canarias a la de la Gran Colombia libre del yugo español. Secundino, heredero de esa larga tradición, no solo fue capaz de visionar el futuro sino que puso la primera piedra para la construcción del mismo.
Francisco Javier González
Gomera, septiembre de 2013
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