21 nov 12. Luis Pérez Aguado
Las desgarradoras imágenes que nos llegan estos días de Gaza nos pone la carne de gallina. Aunque, generalmente y por desgracia, sólo se queda en eso. En unos sarpullidos que pronto desaparecen de la piel. Nos impresionan al principio, pero terminamos acostumbrándonos. Quizás sea porque el conflicto nos queda lejos. Lo cierto es que acabamos olvidándonos de las terribles secuencias.
Siempre ha sido así desde que el mundo es mundo. Palabras grandilocuentes al principio, denuncias, censuras, conferencias y, al final, olvido sin haber hecho nada positivo. Resulta paradójico que en el mundo del resplandor de la técnica y de la ciencia no hayamos sabido encontrar el camino de la pacificación.
Nada extraño, por otra parte, si tenemos en cuenta que la mente de gran parte de los habitantes de este planeta está dominada por la suspicacia y la desconfianza, razones y pretextos oportunistas suficientes para que la carrera armamentista fomente las guerras actuales y sirva a la violencia transgrediendo la integridad territorial de los pequeños estados y avivando la ambición desmesurada de los grandes.
Los encarcelamientos políticos o la censura previa son perfectamente identificables como atentados a los derechos humanos. Sin embargo, se disculpa mucho más fácilmente la carrera armamentista y el tráfico de armas. Es una actividad callada y pasada por alto por casi la totalidad de los gobiernos, en especial, por los más responsables de esta ciega carrera. Y no nos debe extrañar este silencio si observamos que casi todos están involucrados, como fabricantes unos y como compradores otros, en uno de los más fabulosos negocios del mundo.
Triste panorama de un mundo en que los humanos no tienen tiempo de amarse. Hay odio, rencores, luchas…Todo se redime a través de las trincheras, de las bombas. Falta la paz, la concordia, el entendimiento entre los individuos, entre las clases sociales y los pueblos.
Es ciertamente muy cómodo hablar de violencia sentados tranquilamente. Pero hay un aspecto de la violencia que vence todas las vergüenzas: los niños, los muchachos y muchachas arrojados de bruces sobre esa realidad que le es tan próxima.
Niños solos. Terriblemente solos. Con su llanto, su hambre y su ausencia de familia. Unos rostros sin sonrisas despertados tempranamente de sus sueños. Seres que solo tendrían que pensar en estudiar o en correr tras un balón. En muchas partes de nuestro mundo ya no hay niños ni niñas. Sólo hombres y mujeres de tres o seis años porque en su corto tiempo de vida sólo han visto miedo y dolor, enfermedad y hambre.
Niños a los que manipulan su idealismo. Niños que son reclutados, entrenados, aleccionados y obligados a matar.
Muchos pueblos arrasados. Muchas tumbas anónimas y, entre escombros, unos ojos grandes, enormemente tristes, espantados, ojos de seres inocentes, ojos de miles de peq ueños que no han tenido infancia, ni muñecas, ni balones. Niños, niñas que siguen sin sonrisa. Y un niño que no sonríe, no es un niño.
Eso es lo terrible: hacer desaparecer la sonrisa de un niño.
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