15 oct 12. Luis Pérez Aguado
Hace tiempo que dejaron de mirar a los ciudadanos directamente a la cara. Se subieron a una nube y allí se quedaron. Otros lo hicieron a la higuera y ahí siguen. Luego les dio por ejercitar el descrédito sobre los servicios y empleados públicos. No se olvidaron de los sindicalistas tampoco. Había que echar balones fuera, poner cortinas de humo y desviar la atención para ocultar la ineptitud de algunos, los chanchullos de otros y los privilegios de todos. Maestros, profesores, controladores aéreos, médicos y así todos los funcionarios y servidores públicos fueron pasando por la piedra. Nada ni nadie les importó. Todos fueron objeto de escarnio. Los demás les reímos la gracia y contribuimos a su defenestración. Ahora parece que les toca el turno, pero no están dispuestos a consentirlo y todos a una, como Fuenteovejuna, se revuelven como fieras acorraladas.
Se suceden los insultos para quienes se atreven a señalarlos con el dedo. A pesar de ello, siguen pavoneándose alegre y abiertamente de violar las leyes, de modular a su personal criterio la libertad de expresión, aunque ello les lleve a situarse fuera de la Constitución como señalan los Jueces para la Democracia; a despreciar y vilipendiar a los jueces y a todos aquellos que no les siguen el juego y jactarse de hacer las leyes de Costas, por ejemplo, con ayuda de empresarios amigos (si es un ex ministro, mejor) con intereses en el litoral.
Tampoco parece que le guste mucho a la vicepresidenta del Gobierno que la encasillen en el grupo de la clase política decadente, por lo que pide a los contribuyentes que no generalicen, que todos no son iguales.
Y en eso la señora vicepresidenta tiene razón. Efectivamente, hay políticos que ejercen con dignidad su función de políticos. Que son honestos y dignos. Que no tienen casi vida familiar por dedicar todo su tiempo al pueblo al que sirven con entusiasmo. Son servidores entregados que merecen toda nuestra consideración y admiración. Son imprescindibles en nuestra sociedad. Pero, igualmente, hay funcionarios, médicos, bomberos, policías, sindicalistas… que trabajan, que son honestos y que aman su profesión. También son imprescindibles. Pero para ellos no se le escuchó alegato alguno en su defensa, más bien lo contrario, les tildaron a todos por igual de vagos y privilegiados, porque esa era la consigna. Y qué a gusto quedaban cuando unos tragaban y el resto seguíamos sus amaños.
Pero ahora, quién, con tanta vehemencia, pide que no se generalice no se sonroja lo más mínimo cuando, por la violencia de unos pocos, continúa generalizando y considerando violentos a todos los que se manifiestan en la calle para pedir lo que creen que les corresponde, o aún más grave, si cabe, cuando es el propio presidente del Gobierno el que lo hace y aplaude a una mayoría silenciosa por haberse quedado en casa y no participar en algaradas y gritos callejeros, insinuando que los que estaban en la calle eran unos gamberros violentos. No esperaba el presidente que unos días más tarde, un estudio realizado por Metroscopia le mostrara que no conoce la realidad ni la opinión de su pueblo, ya que muchos de esa mayoría silenciosa que se quedaron en casa y a los que con tanto calor él felicitó, le reprochan que lo haga tan mal, y el 77 % de los ciudadanos, de igual modo siguiendo la misma encuesta, opina que los políticos en la actualidad son la causa o la raíz de los problemas. Mala pinta tiene ésto.
No puede pretender la señora vicepresidenta que con estas actitudes los ciudadanos tengan aprecio a los dirigentes políticos, cuanto más, que saben que los mismos que les exigen sacrificios son quienes más privilegios tienen y no están dispuesto a soltar prebenda alguna ni ser solidarios con los demás. La Mesa de la Cámara, sin ir más lejos, acaba de rechazar el trámite a una iniciativa popular en la que se pedía que los políticos de este país fueran más prudentes a la hora de otorgarse favores y redujesen muchos de los beneficios que en la actualidad tienen por lo exagerados, injustos o abusivos que son.
Al pueblo le cuesta entender que los diputados tengan la posibilidad y la gracia de elegir un menú de lujo con cinco primeros platos y otros cinco segundos a un precio de 3,55 euros, (además de las copas, igualmente muy económicas) porque está subvencionado para que ellos coman más barato, (850.000 euros de ayuda recibieron este año las cafeterías del Congreso y de la Asamblea de Madrid, cuyo concesionario es el vicepresidente de la CEOE) mientras que el precio de un menú escolar en la comunidad de Madrid, por situarnos en la misma localidad donde comen los diputados, es de 4,80 y aquellos niños que se llevan su propia comida en el 'tupper' al colegio deben pagar un mínimo de 3,80 euros. En la Comunidad Canaria el menú en los centros de titularidad pública es de 3,80 euros la más alta, ya que existen tres modalidades dependiendo de las rentas familiares. Igualmente, cuesta comprender, señora vicepresidenta, que con el dinero de los contribuyentes se paguen 3.700 euros al mes para que los altos cargos, que tienen unos voluminosos sueldos, coman gratis los viernes.
Si la vicepresidenta no quiere que todos los responsable políticos sean mirados por el mismo rasero debe procurar que todos los españoles, vivan donde vivan, tengan las mismas oportunidades; que el “agüita”, por ejemplo, cueste a todos por igual, tanto si residen en unas islas o sí habitan en la Península Ibérica. Eso, si no quiere que los habitantes se vayan a los “extremos” porque comprueban que los dirigentes de este país, queriendo o sin querer, están avivando y fomentando que haya ciudadanos de primera y de segunda clase.
Cuando cosas tan sencillas como éstas (complicadas, lógicamente, para los que no son capaces de soltar prenda, prebendas, ni privilegios) se vayan arreglando y el ciudadano de a pie compruebe que a los incendiarios de su grupo ministerial, que sólo buscan la confrontación para desunir y pescar en río revuelto, se les ha sellado la boca y que todos sin excepción, reman en la misma dirección, será cuando la gente les tenga más aprecio, mientras tanto, no sirven las bonitas palabras (la experiencia ya nos dice para qué sirve hoy la palabra dada, aunque ésta sea jurada ante la Biblia) si no vienen acompañadas de hechos. Hechos son amores y no buenas razones, reza el dicho popular.
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