21 sep 12. Luis Pérez Aguado
En los países serios funciona la máxima de que “con la mentira se puede ir, pero no se puede volver”. Con frecuencia, en estos países formales una mentira es suficiente para que dimita el mentiroso. Pero aquí, en la España profunda, no es así. Y no creo que sea por aquello de que España es diferente. Simplemente, somos un país primario, donde la mentira es un convencionalismo de uso común, un recurso cotidiano aceptado por todos. Por ese motivo, cuando los que acceden al poder lo hacen con engaños, los ciudadanos de este país apenas nos inmutamos. Al pueblo se le ofreció una cosa y se le da otra muy distinta, lo que viene a ser un fraude, pero ¡qué más da!, seguimos impasible el ademán. Poco importa que día a día nos alteren negativamente nuestras vidas. Poco importa que, para pagar el enriquecimiento de los poderosos, quiten derechos a los que menos pueden defenderse, que siempre reciban la parte ancha del embudo los familiares, amigos y otros conocidos ineptos de cargos públicos (¿o quizás debieran ser llamados “carga pública”?). Ya definió Andrea Fabra el programa del gobernante con dos palabras y un taco. Y, aunque quedó al descubierto, no somos capaces de ponerle remedio porque nos gusta ser tratados como menores de edad por el poder.
Justificamos nuestro inmovilismo alegando que fueron elegidos democráticamente. ¿Pero quién les legitima para gobernar cuando su acceso fue con un programa contrario al que vienen ejecutando? No debemos olvidar, por otra parte, que Hitler también ganó elecciones y ya conocemos la historia. El problema está que con esa premisa de haber sido elegidos, se han puesto muy chulitos y están convencidos que pueden hacer y deshacer a su antojo, que tienen potestad, incluso, para hacer leyes discriminatorias en las que unos tienen más posibilidades y derechos que otros.
En esto si somos diferentes. Y bastante “masocas”, por cierto. Admitimos, como el que oye llover, que se nos diga de forma insultante y machacona, que es de “sentido común” indultar a los defraudadores, que “no es de derechas ni de izquierdas, sino de sentido común”, que las “personas sensatas”, que las “personas normales”, que los “españoles de bien” están de acuerdo con estas medidas que han mandado a mucho de nuestros compatriotas a husmear en la basura mientras los poderosos aumentan sus prebendas. Adulteran el sentido de las palabras hasta hacernos creer que la caridad con quien hay que practicarla es con los ricos y con los indeseables.
Y este descaro y prepotencia de considerarse los dueños del mundo ofende profundamente, y más ofende cuando estas medidas son llevadas a cabo por los que tienen asegurado sus riñones y saben que sus hijos, amigos y demás yerbas podrán ir a colegios caros, universidades extranjeras y serán bien colocados en el momento oportuno. Y nos están estrangulando mientras callamos. Silenciosamente, nos roban la felicidad, la salud, la vivienda, la educción, el bienestar, la diversión, el trabajo…, pero si alguno se atreve, si alguien tiene la desfachatez de decir lo que piensa, los que quieren mantener sus prebendas, lo tacharán de violento y será entonces cuando reciba la visita de las fuerzas del orden y sabe Dios que se emplearán a fondo para acallar su voz y la de los discordantes. Así, los poderosos, tendrán la escusa perfecta para hacer leyes más duras y, cuando nos demos cuenta, ya será tarde. Ya no podremos decir esta boca es mía. A eso conduce la pasividad.
La madre que acude a la puerta del colegio, que grita y chilla para hacerse oír, porque ve peligrar el futuro de su hijo, que se le escapa, aún siendo intencionado, un tapper, no es una madre violenta, es, simplemente, una madre desesperada.
Los trabajadores acorralados, los estudiantes que no van a poder entrar en la universidad, los parados, a los que ya empiezan a tratarse como apestados, que se manifiestan en plazas y calles para protestar por una situación que no les gusta no son inadaptados sociales. No es terrorista el minero que lucha por el bienestar de sus familias. Ni el que se manifiesta por hacer valer sus derechos. Eso no es violencia. Eso es supervivencia y es defensa propia. Violencia sí es, en cambio, cobrarle a un niño por traerse la comida de su casa, mientras la ministra de Trabajo se gasta 3.700 euros al mes en que altos cargos coman los viernes (que debe ser que con los sueldos que se auto adjudican no les llega).
La violencia no la ejercen, precisamente, los que están desesperados sino los que la provocan. Los terroristas, los violentos, los inadaptados sociales (términos de desprestigio que utilizan hasta la saciedad los que no quieren perder sus privilegios) son los que, amparándose en el poder, quitan derechos a los más débiles, los que socavan la reputación de lo público para justificar su liquidación y mantener sus dividendos, los que incitan al malestar social basado en el rencor, la envidia y el miedo, los que, amparándose en las leyes del Estado venden humo para enriquecerse, los que legislan para que las grandes fortunas sean cada vez más grandes, los que provocan que la separación de clases sea cada vez mayor porque saben que de esta forma se crea un envilecimiento social y que, en tiempos revueltos, la gente tiende a ser más egoísta, más irracional y responsabiliza de todos los males y la falta de trabajo a los de afuera. Así se avienen a perder derechos sociales duramente conquistados que perjudican los intereses y negocios de los poderosos.
En fin, no me esfuerzo más, hay gente que sólo entiende lo que quiere entender.
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