23 abr 11. Luis Pérez Aguado
Con frecuencia nos quejamos de la indiferencia que adopta un sector importante de nuestra juventud ante la problemática social, religiosa o la política. Encogerse de hombros parece ser la tónica dominante.
Expresiones no muchas veces afortunadas a ese pasotismo nos hace reflexionar sobre las posibles causas que inducen a muchos jóvenes a mostrar esa apatía, esa indiferencia que parece haberse convertido en el signo de nuestro tiempo.
Podríamos empezar a buscar en nuestro propio mundo circundante que no ha sabido encontrar el meollo problemático de las situaciones que llenan el ámbito juvenil. No ha sabido – no sabe – ofrecer a los jóvenes unos ideales capaces de saciar sus aspiraciones.
Cuando nuestra juventud busca ese algo que la llene, ese brote de sinceridad, de integridad en las cosas y en las personas, se da cuenta que no lo hay, al menos, no lo ha encontrado. Entonces, sólo entonces, viene el desplome de sus ideales, la desilusión, el vacío de espíritu… Es la hora en que enarbolan su bandera: la indiferencia.
Y ¿no creen que tienen razones para ello?
Encendemos la televisión y nos muestran imágenes que hablan de guerras y de odio. De guerras donde la juventud es la que pierde siempre, porque es la que se muere manejada por ese hilo invisible al que llamamos deber. Guerras sin razón ganadas en los despachos de las grandes empresas y los grandes intereses y no en el campo de batalla.
Miramos a nuestro alrededor y no vemos más que injusticias, atropellos, intromisiones… Tachamos a los jóvenes de rebeldes porque no quieren prestarse a nuestro juego. Y porque los más frágiles sucumben a nuestros cantos de sirena pensamos que la juventud se presta fácilmente a nuestra representación como si fueran marionetas.
Muchos fueron los golpes recibidos y poca la comprensión para sus problemas, que cayeron en la tela de araña de la droga, ese sucio negocio que nosotros, los peores de nosotros, hemos tejido.
Es fácil descargar nuestro veneno de fracasados sobre esa juventud que no supimos encauzar.
Es fácil tildarla de inepta.
Más fácil todavía decir que la culpa es de ella.
La echamos desnuda a un mundo idealizado que nos desbordó a nosotros mismos y no la hemos preparado para soportar nuestros propios huracanes.
Son muchos los vacíos abiertos en el mundo de los jóvenes que deliberadamente se dejan sin llenar. El más grave, sin duda, es el voluntario desconocimiento de lo que está ocurriendo entre los jóvenes y el de la propia hipocresía que generan esos mismos que con tanta fuerza atacan a una juventud que no es culpable de casi nada de cuanto se le imputa.
Es la misma hipocresía de esos caballeros formales que hablan de conjuras y orquestas cuando los jóvenes protestan contra una sociedad o un estado de cosas que consideran injustas. De los que se dan golpes de pecho en la quietud de las iglesias, mientras sus vidas las construyen a su personal y egoísta medida, de los mismos que siempre pondrán trabas encumbradas en aspectos legales para justificas sus negativas.
Luego, estos responsables ignorantes serán los que más se escandalicen ante las abultadas cifras de la delincuencia juvenil, ante los actos de rebeldía individual o colectiva, ante las modas, gestos, ritmos y estilos que el joven adopta un poco para autoafirmarse en sí mismo y otro para desgajarse de una sociedad que no le llama para nada y cuando lo hace, es tímidamente, sin medios ni fuerza.
Con esas actitudes no es de extrañar el pasotismo y que el rencor anide en sus corazones jóvenes al ver tanta mentira, tanta hipocresía, tanto ideal sin vida, tanto creer demasiadas cosas sin ver realidades en ninguna. Sus aspiraciones han quedado frustradas. Sus necesidades eran otras muy distintas a las que la sociedad ha intentado satisfacer.
No cabe duda, que es poco ejemplar la sociedad adulta. Poco ejemplar y poco eficaz con la juventud. Y el joven lo ve y lo sabe. Ve que aumenta la hipocresía y la superficialidad y, naturalmente, gran parte de la juventud se hace más superficial; se vulgarizan las costumbres, y ella lo secunda, y así nace la apatía por cualquier ideal y el amor a lo concreto; la fe en el gasto… todo ello no son sino secuelas de una sociedad que cultiva todo esto.
Educar a una juventud no es, simplemente, echarla a la vida. Hay que responsabilizarse con los jóvenes y ayudarles. De otro modo no hay que asustarse ni extrañarse de esa indiferencia que adopta una parte de la juventud.
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