11 oct 10. Luis Pérez Aguado
Observamos hoy impotentes como está cobrando un triste protagonismo las acciones violentas realizadas por jóvenes y menores con resultados de muerte.
Probablemente, estemos viviendo las consecuencias de esa continua permisividad que ha ido convirtiendo la anormalidad en costumbre y la falta de atención en la educación de los menores.
Los padres delegan en la escuela todas las responsabilidades educativas sobre sus hijos. Al profesor se el exige cada día más -que haga de psicólogo, de médico, de asistente social, de esteticista y hombre de la limpieza- pero no se le ponen los medios apropiados para desarrollar su labor e, incluso, en ocasiones, es denigrado por sus propios jefes, en su intento de conservar sus prebendas económicas y políticas, con lo que se le hace un flaco favor a esa sociedad a la que se supone debe ser uno de los pilares fundamentales, con lo que el maestro pierde prestigio y autoridad ante sus alumnos.
Al mismo tiempo, quizás por aquello de ser una sociedad que se dice a favor de las libertades, existe un rechazo, cuando no miedo, para abordar las infracciones de los menores con lo que hay una gran permisividad hacia sus faltas y delitos, ya que, en muchos casos, los primeros delitos, no se sancionan. Es esta impunidad del primer delito la que le lleva, generalmente, a una carrera delictiva.
Asistimos, por otra parte, a una galopante pérdida de valores y a una descarada degradación de la cultura, a la que parece no interesar poner freno. No hay más que asomarse a las cadenas televisivas para comprobar qué es lo que realmente importa, que no es precisamente lo que uno es o sabe.
Tertulias cuyos participantes esgrimen sus argumentos con la cultura del grito y el insulto. Personas que no tienen ningún merito para hablar de casi nada y que pontifican sobre lo divino y lo humano. Periodistas (que se llaman a sí mismos) de investigación (¿) ¡je! que hurgan en las miserias humanas. Cadenas televisivas que pagan miles de euros en una sola noche a personas sin oficio ni credibilidad para que desvelen mentiras, cuenten sandeces y creen polémicas.
Cuando vemos estupefacto cómo se crea “incultura”, se adormecen las conciencias, se pervierte el significado de las cosas y se imponen valores que destrozan la cultura, no podemos, por menos, que sentir náuseas e impotencia al comprobar como esos personajes que aparecen en la pequeña pantalla son tomados como ejemplo por nuestros alumnos, que naturalmente, estudian poco, suspenden mucho y procuran pasarlo lo menos mal posible, al ver como triunfa la ley del mínimo esfuerzo.
Así aparece una juventud sobrada de ofertas lúdicas, consumistas, sensuales y sexuales, con más bienestar y menos cariño, con más seguridad y menos preocupaciones, con más presente y menos futuro.
Ante un panorama como éste, carente de modelos éticos de conducta, sin pautas o referencias morales, quién se puede extrañar de que los “listillos” sean los que triunfen sobre los esforzados; que los oportunistas y los trepas sean los que accedan a los puestos de dirección en detrimento de los capacitados; de que la agresividad de nuestros menores esté a la orden del día en las calles, de las agresiones sin causa ni motivos, de las transgresiones a las normas, de los atropellos a los mayores.
Eso sí, nuestra respetada ambigüedad moral se apresurará a escandalizarse después. Pero sólo se quedará en eso. Seguiremos mirándonos el ombligo. Buscaremos a quién echarle la culpa, que siempre será el otro, que, además, parece estar bien visto. Seguiremos sin revisar los valores éticos y morales, y, continuaremos poniendo nuestro granito de arena para que el deterioro de la enseñanza siga avanzando, ya que, de lo contrario, no tendríamos de qué hablar y, así, continuaremos por los siglos de los siglos con la cultura de la banalidad, la estúpida placidez de lo políticamente correcto y creando jóvenes sin horizontes, sin objetivos y sin ambiciones. Así nos va.
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